Cine de género americano con una trama que nos lleva a un final impactante. A medida que avanza, los giros inesperados del guión pueden dejar al espectador deseando una narrativa más coherente. La historia mantiene el interés, pero puede resultar confusa.
Una estructura narrativa que alterna de forma molesta entre el presente y un pasado lleno de corrupción, junto con los saltos y cambios que presenta, termina siendo irritante y ofrece explicaciones que son tanto redundantes como confusas.
Las distintas formas narrativas presentes en esta película no logran fusionarse de manera efectiva. No conseguimos la esencia de Wong ni de Lynch, resultando en un noir de Singapur que parece demasiado pretencioso. Sin embargo, no se puede negar que presenta un interesante cóctel visual.
Es uno de los mejores largometrajes de los últimos tiempos, donde no solo oímos, sino que también percibimos la madera crujiente, el metal percutivo y el salitre pegajoso.
Efectista estilo que, a pesar de su apariencia, no aporta nada nuevo a la trama. Aun así, la historia logra algunos momentos destacados que elevan un poco la experiencia.
Una narración que refleja la vida de los privilegiados disfrutando de sus ventajas, con interpretaciones de actrices que parecen tener una visión moderna y poco realista de lo que significaba ser una menina en su tiempo.
Uno se pregunta si está ante «Luz de gas» o un «Mulholland Drive» en Sanchinarro, y no puede evitar pensar en cuántos momentos aburridos hay en la trama.
La película se centra en la experiencia del sufrimiento y la lucha por recordar, dejando de lado cualquier discurso político. Se exploran temas profundos como la falta y el anhelo, en un enfoque puramente materialista.
Las palabras se distorsionan y los agravios se reiteran; se sienten ofendidos al confundir los términos, aunque la palabra 'terrorista' nunca ingresa en el vocabulario.
Neil Jordan, con una trayectoria cinematográfica irregular, presenta esta película como un intento de volver a su mejor nivel, pero no logra alcanzar esa meta.
Prodigio de sutileza, esta película se sustenta sobre un trabajo espectacular de dos actores: el inefable Tom Courtenay y una arrebatadora Charlotte Rampling.
La película y el actor logran hacer uno de los grandes milagros del cine: hacernos sentir empatía por un personaje que parece lejano, como este triste, solitario y finlandés.