En su primera película, Patty Jenkins fusiona el neorrealismo crudo y angustiante de 'Dahmer' con el inesperado romanticismo de 'Boys Don't Cry'. Se trata de un retrato que perdura en la memoria.
Es todo lo que debería ser una comedia de acción. Logra, a través de la parodia, lo que la mayoría de películas del género no pueden conseguir de forma normal.
Es un movimiento comercial inteligente, aunque en última instancia no sea más que una mezcla vacía entre un cuento con moraleja y algo de misterio, gore y tortura.
El guion de Wallace utiliza el idioma universal del cliché de manera descarada, y Bay lo filma todo sin mostrar ni una pizca de conciencia o ambigüedad moral.
A veces su ritmo es tan pesado que parece que todo está sucediendo en tiempo real. Pero cuando la película arranca, sus numerosos defectos se vuelven irrelevantes.
Hace todo lo posible por mostrar al hombre-niño que se esconde tras el borracho, pero en su prisa por endiosar a su sujeto, carece de voces críticas y de contexto.
Considerar un mero biopic a la obra maestra de Schrader no le hace justicia. Es más como una reflexión onírica e hipnótica de la trágica intersección entre la obra y la existencia de Mishima.
No hay otro retrato de la vida de Lincoln tan profundo como esta exploración furiosa pero empática de la angustia existencial que plagó a la contracultura de los años 60.