El film sigue el relato bíblico con más didactismo que ambiciones estéticas, persiguiendo emociones antes que risas, salvo las que genera un palomo, bufón infaltable de toda fábula.
Combina una cinefilia peculiar con un conocimiento juvenil de los códigos del género. 'Winchester' no se aleja de estas características, pero se distingue al emplear el espacio, un elemento esencial del gótico, de manera irónica.
Su estricta cronología peca de corrección y deviene en un problemático divorcio entre su figura creativa y el tiempo en que se forma. Pero todo está demasiado inmerso en un preciosismo visual que aleja a la película de ese espíritu refractario de la pintora.
Mangold se pone al servicio de una franquicia modelada en los 80, hoy venerada sin demasiados reparos. La película presenta una alquimia efectiva, sin hallazgos ni estridencias, pero resulta ser muy, muy disfrutable.
'Rustin' cuenta con un actor excepcional: Colman Domingo otorga al personaje no solo su carisma y fervor, sino también los fantasmas que lo atormentan.
El problema central de la película de Taymor es la sobreescritura de ese mundo que Gloria derriba. Pese al ingenio visual de algunas secuencias y a las pinceladas pintorescas de su vida infantil, esa mirada no deja de tener el halo de la autorización.
Es a la hora de las explicaciones cuando la película peca de ser demasiado literal, intentando atar todos los cabos sueltos de manera excesiva. Sin embargo, a pesar de estas exigencias autoimpuestas, logra mantener ese ambiente que los cineastas españoles han sabido crear con gran éxito.
Los responsables de las inefables secuelas y derivaciones de 'El conjuro' han decidido contagiarla de esa puesta previsible y efectista que quiere asegurar la receta, plagada de recursos maniqueos y sin ninguna verdadera oscuridad que asome.
Más cercana a la fábula pop que a la crónica de sucesos, 'El ángel' no intenta dar respuestas sino que asume la fascinación y la inquietud de saber que hay misterios que son el límite y el fin de todo intento de explicación.
Annette Bening aporta una dignidad tan kitsch y extravagante que, en ciertos momentos, logra trascender la pantalla. Su interpretación, marcada por calidez y fragilidad, refleja tanto la necesidad de vivir que caracteriza a su personaje como la muerte que envuelve su mito.
Inviste a sus trágicos protagonistas de un horror estilizado que por momentos confunde con la poesía, y que retiene el nervio y la fuerza que hubiera alcanzado en un retrato más implacable y descarnado.