está claro que ésta no es la mejor película de los realizadores. Y tiene todo para ser criticada. Pero no deja de ser interesante el ejercicio de resaltar, mediante la exageración, la rareza de un clásico ya instalado en nuestra cultura.
Políticamente correcta y fiel a la historia que todos conocemos, la película narra la vida de Jesús desde su nacimiento en Belén hasta su crucifixión y resurrección. Sin embargo, lo hace de una manera demasiado convencional y televisiva, lo que impide que se genere un verdadero interés o asombro.
Docampo Feijóo muestra escaso interés en explorar los matices de su personaje, enfocándose en resaltar únicamente sus rasgos más evidentes, lo que se ve agravado por un pintoresquismo turístico que parece diseñado para el consumo exterior.
Apoyado por buenas actuaciones protagónicas, Provost construye una “biopic” correcta que, a pesar de sus méritos, sacrifica profundizaciones por un repaso episódico que pareciera ser el gran mal del género.
El director careció de la agudeza e ironía necesarias y se aferró a clichés que ensombrecieron un trabajo que podría haber sido cautivador. No es suficiente con reunir a Robert De Niro y Sylvester Stallone para que un guión mediocre funcione adecuadamente en la pantalla.
Es otra exuberancia de un Emmerich que sigue tan efectista como lo conocimos; un fabricante compulsivo de películas en la que el despliegue de efectos es inversamente proporcional al desarrollo de personajes.
Del Toro evita que el entramado de misterios, secretos y engaños se vuelva predecible y filma cada escena como si fuese una pintura, un espectáculo de altísima factura que se alimenta de la historia, el cine, la literatura, el arte y nuestros miedos de siempre.
Digamos que es capaz de recrear —incluso mejorar— la factura original pero no puede replicar su espíritu. Es el gran mal actual de los remakes y las sagas reflotadas.
Es una versión fiel a la fuente original, sin relecturas ni intentos de modernización. La historia está marcada por un fuerte melodramatismo, con la muerte de la madre y el padre de Cenicienta en menos de 20 minutos. La puesta en escena se caracteriza por no abusar de artificios.
Una especie de comedia familiar con matices de incorrección política completamente al servicio del lucimiento de su protagonista, uno de esos íconos cinematográficos que está por sobre el bien y el mal.
Linklater vuelve a destacar como un maestro en la creación de diálogos, que en esta ocasión se convierten en herramientas de confrontación y también permiten comprender la disyuntiva que ha acompañado a la saga desde sus inicios.
Cada historia se aproxima de distintas maneras al horror, acogiendo lo sobrenatural pero también el costado siniestro de los humanos. Ciertamente no son obras maestras.
Demuestra que, jugando con los mismos ingredientes de siempre, se puede hacer algo distinto. Y también que la independencia pareciera ser la respuesta a los grandes vicios de la industria.