Sin demasiadas sutilezas ni matices en sus planteos, resulta una denuncia obvia y recargada sobre el racismo, las diferencias de clase y -como antídoto- la posibilidad del amor en un entorno marcado por el odio y la violencia.
Por momentos, la película se adentra en el terreno del culebrón empalagoso, aunque su dirección y el elenco de renombre le otorgan un grado de prestigio.
Un trabajo de gran belleza que reformula con inteligencia e ironía los tradicionales cuentos de hadas para generar así una doble empatía en niños pequeños y en sus acompañantes adultos.
Fincher, junto a su fotógrafo y diseñador, logra crear algo que va más allá de un simple ejercicio nostálgico en un esplendoroso blanco y negro. Es una película que, aunque no alcanza la categoría de obra maestra, se disfruta a lo largo de sus poco más de dos horas.
No hay demasiados cambios de tono, de estilo, de estética entre una película y otra. Ese respeto es a la vez la mayor fuerza, pero también la principal debilidad de un film eficaz y profesional aunque demasiado anclado en el ejercicio nostálgico.
Una luminosa, ligera y encantadora comedia romántica, la película fluye con una naturalidad, gracia y elegancia que rara vez se observan en su filmografía reciente.
Otra joyita de su personalísima y casi siempre brillante filmografía para este autor de tan sólo 44 años. Así, cada nuevo estreno de Wes Anderson se convierte en un hito cinéfilo insoslayable.
La reconstrucción de la vida de Moreno se presenta de manera superficial y exagerada, con diálogos que caen en lo didáctico y gestos que no permiten interpretación.
Con una narración intensa y cuidada, presenta una propuesta interesante, aunque se siente algo convencional en comparación con los estándares de la Competencia Oficial del Festival de Cannes, donde hizo su debut mundial.