La película presenta algunos elementos lynchianos y un tono desfasado que crea una atmósfera de pesadilla diurna, logrando momentos de efectividad, aunque no siempre. Su montaje es abrupto y original.
El poder del filme está en capturar esa verdad de la experiencia adolescente, que muchas veces es más amarga, gris y solitaria de lo que el cine está dispuesto a mostrar.
Tal vez no sea la más sólida cinematográficamente o la más audaz en lo creativo, pero logra la difícil tarea de contar una historia íntima y personal y hacerla tener sus ecos con la situación complicada entre israelíes y árabes.
En su formato narrativo, la película irradia clasicismo en cada aspecto, guiada por un director que domina cada hilo de la historia y sabe abordar con sutileza los diferentes ejes que la componen.
El problema de Kawase en este filme es que no se rescata; tiende a reiterarse y volverse obvio. Este es un riesgo común en este tipo de películas, pero que hasta ahora había logrado evitar.
Es una historia dura, seca y amarga, ese realismo social fotografiado en tonos cercanos al blanco y negro que transmite permanentemente la sensación de que la tragedia acecha constantemente.