Peyton no entiende la comedia ni la autoconciencia como posibles herramientas para revitalizar una propuesta desgastada. Su representación del apocalipsis se traduce en dos horas de destrucción digital, tristeza y seriedad. Y frente a eso, no hay solución.
Una superproducción con un desarrollo narrativo muy cuidado, y que hasta remite en varios aspectos al clásico de la comedia de Harold Ramis con Bill Murray.
Con un diseño visual sorprendente, que se distancia de la animación digital predominante, la película de Gutiérrez evita los lugares comunes y paternalismos típicos de la gran industria. La narrativa avanza con fluidez, hasta que en el desenlace cae en un cliché predecible.
Con una cota humorística levemente más elevada que su predecesora, luminosa tanto en forma como en contenido, pero demasiado parecido a otros tantos exponentes que pululan con cada vez mayor regularidad por la cartelera comercial.
El monstruo que representa el "orgullo" de Japón regresa con gran espectacularidad y algunas ideas narrativas y visuales interesantes. Sin embargo, no logra que los actores aquí reunidos consigan dar vida a personajes carismáticos.
Un film que campeará entre el revanchismo de Milo y una suerte de thriller épico-político, en la línea de las adaptaciones televisivas de los libros de James R. Martin. Eso sí, todo más lavadito, menos espeso.
Hay momentos no del todo logrados y quizás para el público adulto pueda ser una experiencia tortuosa, pero el film sabe bien a quiénes les habla. Los más chiquitos, entonces, estarán de parabienes.
Aún perviven ciertos atisbos marca Disney que se confabulan para que esta no sea la gran película que pudo ser, o al menos una mucho mejor de lo que finalmente es.
La primera hora se aproxima peligrosamente a la pomposidad insípida y aburrida de 'Furia de Titanes', mientras que la segunda resulta ser una digna compañera de su hermana mayor [300].
No logra sortear las habituales recurrencias a la psicología y el pasado como justificación de todo, clarificando así los bordes más filosos de un personaje magnético e inicialmente desconcertante, pura manipulación psicopática.
Lo que no tiene discusión es el extraordinario trabajo de Daniel Araoz, pura animalidad perversa hecha de jadeos y sudores, que aquí encarna uno de los personajes más temibles del cine argentino en mucho tiempo.
Aborda la problemática del abuso sexual y la violencia de género a través de los códigos narrativos típicos del thriller. La narrativa presenta altibajos, en ocasiones resulta densa y carece de sutileza, mostrando un enfoque arbitrario.
Reflexiva y sensible sin caer en lo sensiblero, esta película se erige como un faro del cine afroamericano en los Oscar. A pesar de su corrección política, es una obra que tiene mucha seriedad y, en ciertos momentos, resulta ser realmente destacable.
A diferencia de gran parte del cine latinoamericano, esta película no presenta búsquedas etnográficas ni se sumerge en el realismo mágico. En su lugar, ofrece una visión austera de los detalles de una familia de clase media-alta que se desmorona lentamente.