En la película hay un poco de todo: una casa embrujada, un juego de ouija para comunicarse con el más allá, oscuros secretos familiares y trampas que generan más risas que miedo.
La adaptación respeta con gran fidelidad la estructura del libro, reflejando de manera efectiva una sociedad clasista. Más allá de delinear sus evidentes contrastes, también introduce observaciones que revelan un ligero espíritu crítico en varios de los personajes.
Largometraje que puede ser electrizante mientras desarrolla el dramático proceso de aprendizaje, alcanzar en más de un tramo el nervio y la tensión de un thriller, encender la emoción y sortear los estereotipos del género que acechan en la historia.
La torpe adaptación y el lenguaje gélido y escasamente riguroso de la directora Emily Young, que no consigue convertir a personajes que son puro cliché en seres humanos reconocibles, echan a perder cuanto podía haber de sustancia dramática en la historia.
Son 130 minutos especialmente recomendables para los adictos a la superacción y en especial a los films de esta serie. Más allá del considerable exceso de metraje, los demás podrán entretenerse si disfrutan del vértigo constante.
Lo que más llama la atención en un film de este carácter es que en los 100 minutos de proyección no asome ningún plato que resulte tentador para el espectador.
Éste es, como el film que lo precedió, uno de esos casos en que grandes actores son capaces de compensar con su encanto, su talento y su simpatía un material narrativo que no necesariamente debe desbordar de ingenio.
Nada se aleja de las fórmulas establecidas, y los lugares comunes son frecuentes. La manipulación emocional se intensifica de tal manera que resulta casi vergonzoso.
Es una obra que habla de artistas veteranos, retirados de su profesión, pero todavía apasionados por ella, una historia que no esconde las sombras crepusculares de la vejez, pero prefiere rescatar las pequeñas chispas que se conservan en la voluntad de vivir.
Un film de mafia a la mexicana, con ciertos toques de Tarantino, infinita violencia, mucho humor negro y un ritmo que Estrada sostiene firme de punta a punta.
Leigh observa, casi al pasar, algunas miradas cómplices entre ellos que revelan cómo su comprensión humana y cálida de los males ajenos parece albergar un sutil sentimiento de autosatisfacción.
Jason Reitman tiene la inteligencia necesaria para señalar, con precisión, algunos de los aspectos más discutibles de la vida contemporánea, sin perder nunca el tono de comedia.