Atrevido debut. La fotografía de Tănia da Fonseca y el eficaz uso del formato de pantalla añaden a esta ficción cuántica, centrada en una búsqueda de redención sentimental, una personalidad cautivadora.
Se integra con dignidad, pero sin brillantez, ni excesivo ímpetu cuestionador, en la línea vocacionalmente autorreflexiva de 'Scream' (1996) y 'The Final Girls' (2015).
Tiempo al tiempo. Hay que volver a ella para descubrir los matices de su juego y sus múltiples lecturas. Lo mejor es iniciar la partida rindiéndose a su rara inteligencia.
Un caótico planteamiento de las escenas de acción que se hunde en lo indescifrable. Fuqua, pulverizando toda preocupación por la puesta en escena, sacrifica la legibilidad de su película en un clímax que es su losa.
Acaba abonándose a los registros más previsibles de la comedia de acción. Con secuencias de acción más funcionales que certeras y rutinaria mecánica de buddy movie.
Jeff Bridges y Ryan Reynolds, un tándem inesperado, parecen ser los primeros en dudar de las posibilidades de esta película, que, aunque intenta ser original, carece de carisma.
Aunque el conjunto puede evocar nostalgia, es inevitable aceptar la realidad: películas como esta llenaban los videoclubes de los ochenta y no era un pecado evitarlas.
Juguete cómico despiadado, en el que cada réplica, cada recital de slapstick y decisión de casting hacen diana, al servicio de una purísima catarsis de hilaridad.
Ritchie deja en claro que no ha llegado al género de la fantasía épica para perder su esencia. Es una película que evoca la sensación de haberla visto antes, en numerosas ocasiones.
Este Poltergeist evoca a su predecesor, pero no le rinde el respeto que merece. O quizás lo hace tanto que, en lugar de dedicar tiempo a propuestas creativas, Kenan opta por deshacerse de la historia de forma bastante rápida.
A pesar de contar con algunas virtudes, esta secuela resulta decepcionante para aquellos que nos emocionamos con la película original, que quizás no requería una continuación. Lo más destacado son las encrucijadas entre diferentes planos de realidad.
Cerca del Pasolini más lúdico, el relato central –Las lágrimas de la jueza- alcanza la excelencia en su miniaturización bufa de un entramado social condicionado por la corrupción.
Proporciona el raro placer de ver a un autor en plenitud de facultades al que se le facilitan los medios de producción para levantar su sueño más laberíntico.
Es una película de dispositivo, cuya forma acoraza su concepto, pero que encarna una antipática dirección del último cine de autor que exilia algo fundamental en toda obra artística: la posibilidad de fracaso.
Acaba proponiendo un viaje espiritual a través de sacrificios climáticos y procesos de transferencia arriesgados. No es una película para todos los gustos, pero su naturaleza como objeto desafiante también despertará pasiones incondicionales en algunos.
Gutiérrez combina hábilmente materiales y tonos diversos, logrando convertir este retrato de un americano atrapado en el aburrimiento en una sólida carta de presentación.