Tras un inicio prometedor, la película enfrenta varios problemas en su narrativa que intenta resolver de manera poco convincente. La capacidad de sorprender se desvanece rápidamente.
Las cartas están sobre la mesa y nadie debería irritarse demasiado por el déficit de originalidad. El carisma de Dwayne Johnson es el único asidero en una propuesta demasiado rutinaria.
Un encadenado de giros de guion y golpes de efecto dignos de mejor causa y un plantel de entregados actores intentando nadar contra las corrientes de inverosimilitud que acaban ahogando una historia de eficacia puramente epidérmica.
El retrato de los paisajes es el único aspecto positivo en esta obra que no logra establecer una identidad clara entre las influencias externas y un cuestionable deseo de trascender.
El enérgico primitivismo de 'Kárate a muerte en Torremolinos' da paso a un enfoque más controlado y exigente. Aquí, cada momento cuenta y la mayoría de los gags impactan de manera efectiva.
Se puede criticar la intensidad dramática del final y algunas decisiones que parecen moralistas, pero la obra se destaca por su estilo sofisticado y su habilidad para examinar un arquetipo contemporáneo, lo que la hace realmente significativa y esencial.
La película evoca el ingenio de Kevin Smith, aunque este se pierde en una trama que avanza sin sorpresa. Todo se vuelve predecible y, lamentablemente, carece de la diversión esperada.
Modestas ambiciones. Newell parece haber elegido un enfoque más tradicional en comparación con Alfonso Cuarón, sin embargo, su resultado carece de la singularidad necesaria, lo que lo convierte en una experiencia más fácil de olvidar.
Quizás quiera ser la película que Balzac hubiera rodado antes de la existencia del cine, pero acaba siendo el cerebral ejercicio de estilo de un cineasta enamorado de su propio rigor expresivo.
Serra ha logrado un trabajo conceptualmente sólido, caracterizado por un esteticismo profundamente autoconsciente que integra de manera efectiva los rasgos más destacados de la heterodoxia en su poética.
Existen instantes valiosos, sin duda, pero es fácil perder el interés en esta exagerada exaltación de la inmadurez, que simplifica todo al conflicto fundamental de la era de Instagram.
Un epílogo sugiere que este podría ser el inicio de una saga en línea con el inusual tríptico superheroico de Shyamalan. Sin embargo, lo más destacado es la firmeza con la que Yarovesky desarrolla su premisa.
Famélica ficción. La introspectiva protagonista de 'Los juegos del hambre' navega por la historia como si fuera un personaje de un videojuego monótono. La dirección se siente notablemente torpe.
Pesadilla egomaníaca y paranoica sobre la psicopatología de la fama. Es el 'Ocho y medio' de Kitano, así como su 'Mulholland Drive'. Un ejercicio de autoinmolación de alguien que ha perdido la estima por sí mismo, pero no logra zafarse de su propia genialidad.
Es cierto que la película presenta algunos errores, sin embargo, Eduard Fernández y Elena Anaya logran transmitir lo que parece inexpresable en esta obra.
Es un chiste. Cuando la trama llega a su anunciada escenificación de un atentado: de golpe, el espectador se ve instalado en los territorios de 'Mortadelo y Filemón'.
Pedestre, rutinaria, desganada, tosca y fea. El problema es que tanto Loach como Laverty diluyen la verdad testimonial de su discurso en un relato dominado por lo maniqueo.