Zeleke presenta su obra con una notable profesionalidad, pero en su esencia muestra más competencia técnica que verdadera vitalidad. Efraín se siente como una simple postal.
Cuesta recordar un arranque más desalentador en el subgénero de las odiseas de supervivencia, pero sería injusto no reconocer su función narrativa. No es una película rutinaria, ya que logra definir a sus personajes sin recurrir a arquetipos.
McLean no se anda por las ramas, no dilata innecesariamente su relato, pero explora todas las posibilidades de esa situación única mediante un virtuoso manejo de las viejas mecánicas del cine de aventuras.
La labor parece mecánica y sin carisma, denotando un cineasta que se limita a cumplir con un encargo sin involucrarse realmente. Lo que antes brillaba como una creación animada se ha transformado en un apresurado efecto especial.
Snyder ha sido fiel al fondo de 300, pero ha inyectado tantos anabolizantes en la forma que ha condenado el conjunto a la parálisis de una hiperrealista (y algo ridícula) figura de cera.
Dieter Berner adopta un estilo grandilocuente para narrar una historia que apenas roza lo conflictivo, como la pederastia, y elude profundizar en el arte.
Cronenberg logra sobrecargar la pantalla de energía con los recursos más austeros. Es una película civilizada y didáctica, pero al mismo tiempo, está impregnada de misterio. En un mundo ideal, sería de visión obligada en las escuelas.
Dupontel no tarda en mostrar que, más allá de las complejidades formales, hay un sustancial contenido: no solo una clara intención estilística, sino, especialmente, la habilidad de presentar con fuerza y firmeza una narrativa de gran calidad.
Ni la misma sensibilidad, ni la misma inteligencia creativa de sus documentales se manifiesta en este melodrama histórico. Es un caso extraño de estudio: el cineasta que parece haber envejecido cincuenta años de una película a la siguiente.
Besson no ha realizado tanto una adaptación como una lectura o apropiación del personaje. Sin embargo, se mantiene el sentido del humor y la libertad narrativa del material original.
La fama del personaje de ficción y los desafíos de la autora a la moral de la época salen a relucir, pero un estéril academicismo coloca este trabajo en el mismo montón de biopics literarios demasiado mecánicos
La apasionada historia escala hacia su supuesta catarsis de manera rutinaria y no se toma ni siquiera la molestia de plantear preguntas estimulantes. Ningún espectador, ni siquiera el más tolerante, merece tanta apatía.
Quizá sea la más contenida y antiespectacular de las películas de Miyazaki. El director logra hacer palpable lo invisible, creando un profundo melodrama que aborda la resignación.
La película se desmarca de las servidumbres del género y se resiste a la tentación de representar la vida de Amelia Earhart de manera épica. Es tan complicado irritarse con esta película como también lo es sentir simpatía por ella.
La película comienza con un brillante chiste visual, aunque no consigue sostener esa calidad en el desarrollo. Sin embargo, resulta complicado identificar el error que hace que la obra se sitúe por debajo de sus inspiraciones.