Propone una magna y arrolladora e incontenible fantasía poética so pretexto y origen curiosamente promocionales museísticos cuya estallante e irreprimible multidimensionalidad se torna tan evidente cuan eminente.
Una ficción que reivindica de manera casi hagiográfica a un mártir homosexual, una víctima singular de la homofobia institucionalizada. Este cruel caso ha sido ignorado incluso por la comunidad LGBTQ+ contemporánea. Se presenta como un elogio a la locura y una celebración de la diferencia.
Configura una ardua, brillante y emotiva ficción, hermosa a su hiperkinética manera, que jamás se enfoca como una hazaña legendaria, ni como un viaje iniciático o mitológico.
Trasciende la gratuita metafísica grotesca del horror y la barbarie de los hechos, registrándolos y narrándolos siempre de manera subjetiva e impresionista, diseminados en sensaciones y visiones parciales, sin por ello prescindir de la pesantez y la gracia envilecida.
La valentía femilibresca transforma la estética visual en un espacio literario, con interiores verdosos y paisajes marinos grisáceos, donde las nubes negras evocan una atmósfera casi gótica.
La película se sostiene por su dulce y persistente toque de onirismo, que resulta ligero y etéreo. Su esencia acaricia y acompaña al espectador, impregnada de un sarcasmo notable y un divertido masoquismo.
Sigue con delicia intimista los movimientos macropulsionales desarraigo/rearraigo desde un punto de vista lírico casi épico individual y radicalmente femenino, en la summa conjunción de temas.
Se provee de un final que vale por la película entera: una suntuosa pietà valenciana, con lujo de icono fílmico armenio del Paradjanov de El color de la granada.
Toda ingenio, buen humor, agudeza, detalle chispeante, elipsis sugerente, conmoción conmovedora y calidez humanista, donde cualesquiera fricciones, sucesos u ocurrencias significan y seducen.
Hace coexistir la epopeya-thriller y el réquiem etnogáfico, en la hibridación de una saga-amalgama sorpresiva, gracias a su tesitura exaltada pero eminentemente elíptica.
Se afirma y reafirma de manera autoconsciente y reivindicadora la irónica función ehrenburguiana del cine como fábrica de sueños, como reverberación onírica que salva de la nefanda tibieza cotidiana y eleva a la poderosa vicariancia de los ensueños baratamente masificados como un imaginario propio.
Genera una fulgurante fantasía biográfica parcial que no debe advertirse como tal porque se basa sin mácula explicativa en el gran espectáculo de la creatividad y la decadencia en estado puro.