Usando una fotografía austera en blanco y negro, el director francés François Ozon adapta y expande una obra teatral antibélica que privilegia las incertidumbres sobre la claridad moral.
Hay algo notable en la manera como Haynes va uniendo los dos momentos, potenciando los encuentros de cada niño y subrayándolos con la música de Carter Burwell, pero es un logro más intelectual que emocional.
Lo monstruoso aquí es una insaciable sed de lucro que busca devorar el mundo por completo, sin dejar rastro. Tras casi tres horas de duración, esta avaricia se torna aún más palpable y escalofriante.
Como los ejercicios de Terrence Malik, este drama se sintoniza con personajes más inclinados a rumiar sus pensamientos que a actuar, y localiza destellos de poesía en los entornos cotidianos.
La segunda película de Angelina Jolie como directora presenta una serie de clichés optimistas, aunque está bien fotografiada, sobre el triunfo del espíritu humano ante la adversidad.
Más que una revisión crítica de las dinámicas del arte, es un esfuerzo por mostrar cómo las búsquedas internas y personales se pueden alinear con el éxito comercial y el reconocimiento institucional.
El director Pablo Larraín muestra su agudo sentido del humor en esta película, la cual se presenta como uno de los retratos más complejos de un artista en el cine reciente.
En este caso, las imágenes y la música resultan excesivamente convencionales, lo que impide generar una verdadera incomodidad o profundizar en el sufrimiento de su protagonista.
La serie presenta un formato típico de Netflix, con episodios que terminan en momentos clave para fomentar el maratón de visualización. Aunque esto pueda parecer cuestionable, resulta inevitable sumergirse en ella de manera voraz y acelerada.