Williams hace su mejor intento, aunque no es del todo exitosa. A ratos se va por el abismo de lo caricaturezco que la película, dirigida por Simon Curtis, veterano de la televisión inglesa, no puede evitar.
La película dosifica la información para que el espectador comparta la desubicación, rabia y desconfianza del protagonista, mientras lo sigue dando vueltas en esta isla llena de lugares tenebrosos.
La película no se limita a enfocarse en su trama principal, lo que provoca una dispersión en la narrativa. Los diálogos tienden a repetir las acciones, las escenas son reiterativas y la música es evidentemente dramática.
La tensión reside en la manera magistral en que el veterano director alterna, entre hilos, el choque entre el accionar impersonal de la institucionalidad y la singularidad del individuo contratado para cometer el asesinato, que hoy parece prever el presente.
Es un asunto ligero y divertido, sin miedo a las exageraciones de ningún tipo —con largos planos secuencia, actores gesticulantes, vestidos de noche, dálmatas asesinos y una banda sonora de éxitos del rock sin medio segundo de silencio.
Es una película brillante y llamativa, divertida y cómica, pero también superficial, con destellos de una profundidad (gracias a Bale) que nunca se concreta.
Esta película evoca el espíritu de las producciones serias y comprometidas de Hollywood de los años setenta, tanto en su estética como en los temas profundos e importantes que aborda.