Con exilios, separaciones y reencuentros, un jazz exquisito y un final que se siente precipitado, Pawel Pawlikowski hace evidente que esos amores que Szymborska imaginó existen con la fuerza suficiente para intentar sobreponerse a las zancadillas de la historia o del destino.
La fuerza de la prosa de Rosario Castellanos otorga un profundo significado al drama. La película entrelaza diferentes períodos para evidenciar las expectativas desiguales que se imponían a hombres y mujeres en esa época.
Hace un recuento juicioso, pero no se detiene a problematizar la visión simplista y binaria que implica considerar la vida únicamente en términos de ganadores y perdedores.
Williams hace su mejor intento, aunque no es del todo exitosa. A ratos se va por el abismo de lo caricaturezco que la película, dirigida por Simon Curtis, veterano de la televisión inglesa, no puede evitar.
La película dosifica la información para que el espectador comparta la desubicación, rabia y desconfianza del protagonista, mientras lo sigue dando vueltas en esta isla llena de lugares tenebrosos.
La película no se limita a enfocarse en su trama principal, lo que provoca una dispersión en la narrativa. Los diálogos tienden a repetir las acciones, las escenas son reiterativas y la música es evidentemente dramática.
La tensión reside en la manera magistral en que el veterano director alterna, entre hilos, el choque entre el accionar impersonal de la institucionalidad y la singularidad del individuo contratado para cometer el asesinato, que hoy parece prever el presente.
Es un asunto ligero y divertido, sin miedo a las exageraciones de ningún tipo —con largos planos secuencia, actores gesticulantes, vestidos de noche, dálmatas asesinos y una banda sonora de éxitos del rock sin medio segundo de silencio.