Lo más fascinante de «Cuando todo está perdido», que vendría a ser un «Gravity» de las mareas altas, es su sentido común. Es un filme inmersivo a la antigua usanza, sin veleidades digitales ni trampas sentimentaloides.
Es fascinante cómo el montaje refleja la memoria de esa noche. Lo más destacable es su sensibilidad al explorar las conexiones entre el duelo y la memoria en medio de una catástrofe.
[Berry] sabe trascender clichés al centrarse en el estudio del personaje y su relación con otro ‘outcast’. Wright y O’Connor aportan autenticidad y calidez a sus roles, evitando caer en lo predecible.
Quiere ser didáctica pero también entretenida. Si, a un nivel estructural, la película está cargada de sentido, la brevedad de algunos de sus pasajes y la dispersión de sus puntos de vista, a veces la condenan al encadenado de chistes ocurrentes.
Propuesta tan áspera como notable, Leigh nos exige una identificación emocional aunque su enfoque estético y narrativo la niega. Esta tensión, lejos de resultar productiva, anula sus logros.
Es una simple reconstrucción de los hechos con tono de informe sumarial dramatizado, sin aportar nada más a lo que dieron los telediarios de la época. resulta tan interesante como leer las Páginas Amarillas.
Sexo complejo. El pudor disfrazado de condescendencia con el que podría tratarse el tema es sustituido por buenas dosis de franqueza y ternura. Hawkes hace un buen trabajo creando empatía sin caer en falsos sentimentalismos.
Más allá de su valor testimonial, es una película insatisfactoria. El resultado final se asemeja a ese viejo cine político de denuncia que prioriza el efectismo de su mensaje por encima de la consistencia dramática.
Una ridícula historia real de autosuperación. La ñoñería es proporcional a las toneladas de agua que inundan la pantalla en sus escenas más afortunadas.
Yimou, el chaquetero. Se busca hacer más accesible al público la temible masacre de Nanking, pero Yimou la glamuriza sin temor al ridículo. Es una pena que el desarrollo del protagonista resulte completamente inverosímil.
Una película de la estirpe de 'Erin Brokovich', aunque sin el sano escepticismo de Soderbergh y con el almibarado añadido de una relación fraternal más grande que la vida.
Redford deja de lado la oportunidad de dar vida a un conjunto rígido y sin dinamismo, que, inflado de pretensión, sostiene sus puntos de vista con la intensidad de un candidato electoral que se encuentra en los últimos lugares de las encuestas.